César Muñoz | R360
Las buenas intenciones no bastan para aniquilar la corrupción de la genética mexicana. Tampoco la bondad ni el deseo de “ser bueno”, mucho menos una cartilla moral ni los buenos deseos del Presidente Andrés Manuel López Obrador. Es el imperio de la Ley y la educación lo que va cambiar el chip en la mente de las generaciones por venir porque las presentes, prácticamente están desahuciadas. Pero, ¿si se puede desterrar con esto la corrupción en México?
El factor político ha sido determinante para la implantación de la cultura de la corrupción como el mejor paradigma de progreso y bienestar de los mexicanos que viven del sistema cada sexenio o trienio (en el caso de presidencias municipales o legislaturas locales).
Lo político ha contaminado a lo económico, a la seguridad, a la salud, al medioambiente y a la educación, entre otros sectores. La clase política dominante, que años antes guardaba las formas con la complicidad de sus adversarios, con el peñanietismo se desbocó: mansiones de lujo, cuentas en paraísos fiscales, pactos con el crimen organizado, robo y despojo institucionalizado. Nada escapó a su voraz dominio.
En la plenitud del descaro, de un sistema político que se creyó fortalecido por la sumisión y desinterés de la sociedad mexicana, una minoría, representada por 30 millones de votos, le dio una voltereta a ese estado de cosas con un nuevo gobierno que propone una renovación estructural, teniendo a la cultura y la educación como punta de lanza para revertir la feroz cultura del agandalle y la tranza.
El nuevo proyecto de nación no la tiene fácil. Enfrenta a poderes fácticos que desde lo económico presionan para tratar de regresar al statu quo. Incluso, segmentos de la sociedad civil, que años antes se constituyeron como paradigmas de la lucha anticorrupción, no están de acuerdo en la ruta trazada por el Presidente (Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad, entre ellos).
La polarización en el país crece, a pesar de que el jefe de la Nación mantiene altos niveles de popularidad. La austeridad republicana, si bien está logrando grandes ahorros y evitando el despilfarro de los años del PRI, está teniendo afectaciones colaterales en el presupuesto de dependencias públicas, en su operación (el deporte, el sistema de Salud y el de Protección Civil, por citar algunos de ellos).
Si bien es cierto que para un sistema nazca otro tiene que morir, el que estableció el PRI, moribundo, aún resulta peligroso. Lo que está en juego en su elección de la presidencia nacional, es precisamente la disputa por un poder que significa la continuidad de las viejas y nocivas prácticas del tricolor, con Ivonne Ortega, o la renovación, pero con sumisión al poder Ejecutivo, que representa Alito Moreno. Los dos con influencia en la Península de Yucatán, vecina del estado natal del Presidente.
La política, mientras continúe con su espiral corrupta, de privilegio de poder de grupos, contaminará todo esfuerzo que se inicie para una renovación moral (no como la planteada en el sexenio de Miguel de la Madrid). En el Congreso se encuentra parte de la solución, pero está secuestrado precisamente por los partidos, que sólo legislan a través de sus congresistas para imponer leyes que solo privilegian sus intereses.
El que regrese el civismo a las aulas, es solo una pequeña parte del esfuerzo que habrá de hacerse para cambiar la mentalidad con respecto a la corrupción. Si no se acompaña de leyes que protejan el planteamiento de planes de estudios con sentido ético (más que moral) y responsable, el civismo va a naufragar y convertirse en una asignatura hueca y sin sentido para las nuevas generaciones.