El mar siempre fue su vida. José Salvador Alvarenga, un pescador salvadoreño de carácter fuerte y sonrisa serena, conocía las olas como otros conocen las calles de su barrio. Zarpó un día de noviembre de 2012 desde la costa de México en una pequeña lancha, junto a un joven ayudante Ezequiel Córdoba. Buscaban tiburones, peces grandes… sustento.
Lo que no sabían era que el mar les tenía preparada una prueba que pocos seres humanos podrían resistir.
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Una tormenta los atrapó. Violenta, inesperada, brutal. Los sistemas de navegación se averiaron, el motor murió y el pequeño bote fue tragado por la inmensidad del Pacífico. Comenzó entonces una historia de supervivencia que desafiaría toda lógica: 438 días a la deriva.
Sin radio, sin velas, sin contacto humano. Solo el cielo, el sol, la lluvia, los tiburones que rondaban el bote, y el abismo del océano. Para sobrevivir, Alvarenga cazaba tortugas con sus manos desnudas, atrapaba peces voladores y bebía sangre de aves o su propia orina cuando la lluvia escaseaba. El joven Córdoba, lamentablemente, no resistió.
Solo, con la locura acechando y el cuerpo exhausto, José Salvador hablaba con Dios, con su hija, con el viento. Veía morir los días y nacer las noches sin esperanza de rescate, pero con una fuerza interior que lo mantenía vivo.
El pescador toca tierra

Hasta que, un día de enero de 2014, una isla apareció en el horizonte como un espejismo. Había cruzado más de 10,000 kilómetros de océano. Descalzo, demacrado, y con el cuerpo convertido en cicatriz, el pescador Alvarenga pisó tierra firme en las Islas Marshall. Contra todo pronóstico, estaba vivo.
Su historia recorrió el mundo. Un simple pescador que enfrentó lo imposible. Un náufrago moderno que vivió para contarlo. Y aún hoy, cuando se le pregunta cómo lo logró, él solo sonríe y responde:
Dios y el amor por mi hija me mantuvieron vivo.